Alexis Márquez Rodríguez (1931-2015)
Ex Director de Monte Ávila
Editores, Venezuela
El libro y la lectura se han
convertido en uno de los temas favoritos en la sociedad actual. Todos los días
se habla de ello en los periódicos, en la radio, en la televisión, en las aulas
universitarias, en congresos, simposios, mesas redondas y coloquios nacionales
e internacionales, en la UNESCO, en los ministerios de educación y de cultura
de todos los países, en fin, en todo el mundo... El punto de partida, casi
invariablemente, es la afirmación de que cada día se lee menos, y se achaca tal
supuesto a diversos factores, pero sobre todo a los medios de comunicación
audiovisual.
Según numerosas personas que
se ocupan del tema, estos medios han venido desplazando a la lectura como
actividad favorita de jóvenes y adultos, y acabarán aniquilándola del todo. Por
supuesto, la cesación de la lectura como actividad más o menos cotidiana
significa, entre otras cosas, la muerte definitiva del libro.
¿Hasta qué punto es cierto
todo eso? La respuesta es muy difícil. Quienes afirman que cada día se lee
menos se basan sólo en observaciones empíricas, y posiblemente superficiales,
pues no se han hecho, que sepamos, investigaciones serias, de corte científico,
que permitan unas conclusiones al respecto suficientemente seguras y fiables.
Las mismas estadísticas que pretenden avalar esa afirmación son sospechosas, no
sólo en la medida en que lo son todas las estadísticas sobre fenómenos
sociales, sino también porque tampoco han sido obtenidas mediante
procedimientos del todo ajenos a lo primitivo y rudimentario.
No podemos, pues, afirmar
categóricamente que hoy día se lee menos, igual o más que antes. Pero sí
podemos decir que cada día se publican más libros en el mundo. En los países
donde la industria editorial ha sido tradicionalmente fuerte, la producción de
libros ha ido en aumento, pese a la crisis económica que hoy atraviesan todos
los pueblos de la tierra, aunque, como es natural, con desiguales indicadores de
gravedad. Al comienzo de la fase más aguda de dicha crisis, también la
industria editorial, actividad económica como cualesquiera otras, sufrió serios
descalabros.
En los países que siempre
habían sido grandes productores de libros, desaparecieron muchas editoriales
pequeñas o medianas, pero no del todo, porque casi siempre fueron absorbidas
por otras empresas más grandes y poderosas, las cuales tuvieron el acierto de
conservar los sellos, colecciones y demás características de las editoriales
absorbidas. Y es un hecho fácilmente verificable que la industria del libro ha
sido uno de los renglones que, aun cuando la crisis persiste en buena parte del
mundo, han logrado un grado apreciable de recuperación.
Por otra parte, y
paralelamente a ese comportamiento de las principales editoriales en los países
de mayor desarrollo, en los menos desarrollados, donde prácticamente no
existían editoriales, han ido apareciendo empresas productoras de libros, de
diversos tamaños, características económicas y orientaciones.
Incluso pequeñas
agrupaciones alternativas, empeñadas en la producción, a veces artesanal, de
libros que, por diversas causas, no tienen posibilidades de ser acogidos por
las casas editoras más o menos grandes e importantes. En muchos lugares se ha
desarrollado también la reproducción en fotocopias de fragmentos de libros, o
de libros enteros, para lo que incluso se han constituido pequeñas empresas de
tipo rudimentario o familiar.
Sin embargo, puede argüirse
que el aumento en la producción cuantitativa de libros no significa
necesariamente que aumente también el hábito de leer. Ello puede ser verdad,
pero aquí entramos de nuevo en el círculo de las hipótesis, difícilmente
sostenibles si no se hace un estudio serio y confiable del fenómeno. Mas hay
otros datos que se relacionan con el mismo asunto, como es, por ejemplo, el
aumento, en algunos casos extraordinario, del número de bibliotecas en casi
todos los países, y, además, el incremento considerable y constante del número
de usuarios de esas bibliotecas.
Esto puede deberse, claro
está, entre otras razones, al encarecimiento, a veces desorbitante, del precio
de los libros, pero de todos modos no deja de ser un síntoma que, al parecer,
se contradice con la creencia muy generalizada de que cada día se lee menos.
Suele decirse, en apoyo a la
idea acerca de la presunta disminución de la costumbre de leer, que antes se
leía más, particularmente en el ámbito escolar, desde la primaria hasta la Universidad.
La gente de nuestra generación leía más que ahora, es verdad. En nuestra
infancia y juventud generalmente leíamos todos, pero éramos muchos menos en las
aulas. Las necesidades sociales y políticas trajeron como consecuencia la
masificación de la enseñanza.
El abandono de la educación
por los gobiernos en los países capitalistas llegó a ser tan grande, que le
permitió decir al pensador argentino Héctor P. Agosti lo siguiente: «Si la
escuela no es el índice único de la cultura, representa sin embargo su
exterioridad más visible y significativa. Mirada desde este ángulo, la
degradación cultural no puede ser más notoria: es el acta de acusación más
tremenda que podemos erigir contra las clases dominantes».
En Latinoamérica, las
dictaduras vesánicas y primitivas redujeron a irrisorios los esfuerzos
educativos. Y cuando en casi todos los países de nuestro Continente nos
sacudimos las últimas dictaduras padecidas en el presente siglo, hubo que hacer
enormes esfuerzos para incorporar millones de niños y jóvenes a los sistemas
escolares. Sobrevino entonces la masificación, como un mal necesario.
Y fue un mal, no porque lo
fuese intrínsecamente, sino porque se aumentaron al máximo las matrículas
escolares, recurriendo, incluso, para ello a medidas heroicas anunciadas como
«provisionales», pero no se supo adoptar nuevos sistemas de enseñanza, y se
pretendió atender a los enormes grupos de niños y jóvenes incorporados a las
escuelas, liceos y universidades, con los mismos métodos diseñados para educar
pequeños grupos. Y aquellas medidas «provisionales» para un terrible mal, como
es la ausencia de los niños y jóvenes de las escuelas, se fueron convirtiendo
en permanentes.
No es posible, pues, afirmar
de manera categórica que hoy se lee menos que antes, ni que se lee más,
mientras no se haga una investigación a fondo, con una metodología que
garantice que sus resultados sean suficientemente confiables. Lo que sí nos
parece evidente es que hay actualmente una gran desorientación en la lectura
por parte de los jóvenes. Una de las fallas más notorias y graves de los
sistemas educativos reside en que enseña mal a leer, y no orientan debidamente
a los niños y jóvenes acerca del arte de la lectura.
La mayor parte de lo que
leen los niños y los jóvenes se reduce a fragmentos de los textos escolares,
para satisfacer escuetamente los requerimientos mínimos de sus tareas de
aprendizaje. Leer sólo textos escolares, por supuesto, no es de por sí malo,
pero requiere lecturas complementarias, tanto de enseñanza como recreativas.
Además, hoy es muy común que
los lectores, principalmente los niños y jóvenes, abandonen la lectura de un
libro por la mitad o apenas comenzado. Y ni siquiera se trata siempre de obras
voluminosas, cuya extensión pudiera justificar su abandono, sino muchas veces
de libros breves, cuya lectura se abandona, además, no por desinterés o
desagrado de su contenido, sino por indisciplina intelectual, que es de las
peores.
Por otra parte, es evidente,
aunque cuesta mucho reconocerlo y aceptarlo, que la lectura ha sido, es y será
siempre una actividad minoritaria. Es inútil e ilusorio pretender que todas las
personas, sin excepción, tengan el hábito de leer. Contra ello se tropieza con
un inconveniente insuperable relacionado con el gusto. La lectura tiene que
ser, más allá de las obligaciones escolares o de cualquier otra índole, algo
voluntario, basado necesariamente en la satisfacción de un gusto individual. ¿Y
cómo se puede lograr que todo el mundo sienta placer en la lectura?
El gusto de leer es
exactamente igual al gusto por la buena música, por el deporte, por el cine,
por la pintura, por el teatro, por la ópera, hasta por algún tipo de comidas y
bebidas. Y así como a nadie se puede obligar a tener determinados gustos de esa
naturaleza, tampoco puede obligarse a nadie a sentir gusto por la lectura. Y no
se trata necesariamente de personas incultas o de baja extracción social.
Entre individuos de un
elevado nivel económico o social, e incluso de un alto grado de escolaridad y
de formación profesional, hay mucha gente que no se siente atraída por la
lectura. Y están en su derecho. Aunque no figure en las tablas de los derechos
humanos, el gusto (o, si se quiere, el mal gusto) es un derecho inalienable de
todas las personas.
Esto de que los buenos y
asiduos lectores sean siempre una minoría parece, además, un hecho natural.
Pensemos en una sociedad donde todas las personas, sin excepción, o con muy pocas,
tuvieran el hábito de leer frecuentemente: ¿Qué cantidad de libros y periódicos
tendrían que imprimirse para satisfacer tan enorme demanda? Sin embargo, esto
no quiere decir que no se deba hacer esfuerzos para que esa minoría sea cada
vez más grande. Las campañas pro lectura deben ser constantes, inteligentes,
persuasivas, con miras a lograr que cada día se incorporen más personas a la
minoría de lectores.
Pero si hacemos esfuerzos
para aumentar el número de aficionados a la lectura, pensando que podemos
lograr un éxito de un 90 o 100 %, al verificar que sólo pudimos alcanzar un
porcentaje mucho menor puede cundir la decepción y el pesimismo, por creerse
que el esfuerzo ha fracasado. Por ello es importante que las campañas en favor
de la lectura se realicen a conciencia de que el resultado siempre será
limitado, pero también de que es posible mantener un núcleo importante de
buenos lectores, e incluso hacer que ese núcleo se incremente constantemente.
Paradójicamente, el hecho de
ser la lectura habitual y sistemática una actividad minoritaria, viene a
resultar en cierto modo favorable, porque permitirá la supervivencia del hábito
de leer, más allá de los fatídicos vaticinios acerca de la muerte de la
lectura, y aun del lenguaje articulado, sustituidos, según dicen algunos,
tardíos seguidores de Marshall McLuhan, por la imagen icónica de los llamados
medios audiovisuales.
No es verdad que los medios
audiovisuales sean una amenaza mortal para el libro y el lenguaje articulado.
No es difícil verificar que la mejor promoción que puede hacerse a una obra
literaria es llevarla al cine o a la televisión. Inmediatamente que la obra
aparece en las pantallas cinematográficas o de la televisión, la gente, es
decir, esa minoría lectora de que antes hablamos, va a las librerías o a las
bibliotecas en busca del libro. Pareciera que la versión audiovisual no fuese
suficientemente satisfactoria para esos lectores, que buscan en las páginas
impresas lo que en las pantallas no encontraron.
De modo que, entre el libro
y los medios audiovisuales, se ha venido estableciendo una especie de mutua
cooperación en la que ambos instrumentos se complementan, en vez de
interferirse. Ahora bien, esa interacción supone que el libro asuma, ahora más
que nunca, su papel de medio de comunicación. De hecho, siempre lo ha sido.
Es lógico que lo haya sido y
lo sea, puesto que el libro es en la historia de la cultura, a partir de cierto
momento, muy remoto, la más acabada realización del lenguaje escrito, que a su
vez marca la plenitud del lenguaje articulado como medio de comunicación más completo y eficaz.
Ni siquiera el periódico, con todo lo enormemente importante de su función
comunicativa, ha logrado quitar al libro su carácter fundamental de medio de
comunicación escrita por excelencia.
El periódico y el libro, por
supuesto, son medios de comunicación diferentes, al mismo tiempo que también complementarios.
Pero es evidente que esa minoría lectora de que tanto hemos hablado ha
mantenido su fidelidad al libro, aun sin prescindir tampoco de la lectura del
periódico. Éste es, claro está, un recurso masivo para la información, en mucho
mayor grado que el libro. Pero, para ese sector de los seres humanos, el libro
es imprescindible, porque en sus páginas tiene cabida un mayor volumen de
información que en los periódicos.
Más aún, al libro van los
buenos lectores a completar, precisar, ampliar y ahondar la información,
necesariamente escueta y esquemática, que le han suministrado los periódicos.
Cuando, desde este punto de vista, hablamos de periódicos, no nos referimos,
por supuesto, a las revistas especializadas, científicas o de otra índole, porque
éstas sólo se hermanan con el periódico por la periodicidad de su aparición,
pero de hecho, por su estructura, su contenido y sus funciones específicas, tal
tipo de revistas, sin importar cuál sea su formato, están más cerca del libro
que del periódico propiamente dicho.
Podría objetarse que la
simple supervivencia, hasta el presente, de ese núcleo de buenos lectores
fieles al libro, que ya hemos definido como minoritario, no garantiza que esto
sea siempre así, pues al ir desapareciendo los individuos que hoy forman ese
sector, las nuevas generaciones irán siendo cada vez mayormente adictas a los
medios audiovisuales, y a sus más recientes derivaciones en el campo de la
informática, con lo cual la costumbre de leer libros irá siendo más o menos rápidamente
aniquilada. No creemos que eso ocurra. La minoría lectora en cada sociedad
siempre estará allí, porque su costumbre de leer responde a una necesidad
vital, que no todos los seres humanos sienten con la misma intensidad, pero que
sí define a determinadas personas.
Recordemos lo que dijimos
más arriba, respecto al gusto de las personas. En todo conglomerado humano
habrá siempre núcleos que aman y disfrutan la música, la pintura, los deportes,
el cine y demás expresiones estéticas y/o recreacionales. Siempre será una
minoría, pero su existencia está asegurada por un rasgo intrínseco de la
condición humana de esos seres que, de esa manera, pertenecerán a lo que podría
definirse como un sector privilegiado de la población.
Por supuesto que la existencia
de este sector, como ya lo dijimos, podrá ser fortalecida, y ampliadas las
dimensiones del mismo, mediante campañas inteligentemente diseñadas y
realizadas para favorecer la lectura. Pero el ansia de leer en determinadas
personas ha sido, es y será siempre un hecho natural, aunque posible de
ampliarse, mejorarse y fortalecerse.
En este mismo orden de
ideas, se ha dicho también que a los ya tradicionales medios audiovisuales se
ha unido ahora la informática, para hacer más inevitable la muerte del libro. Y
se esgrime como argumento la existencia ya de las versiones electrónicas, mediante
el cederrón, lo cual permite la lectura de libros enteros en la pantalla de las
computadoras más sencillas y comunes.
Es verdad, existe incluso
una bellísima versión electrónica de la edición príncipe del Quijote, que
podemos literalmente «hojear», ya no sólo en la tranquilidad de nuestras casas,
sino en cualquier lugar donde nos encontremos, con la ayuda de una computadora
portátil, de reducidas dimensiones.
Sin embargo, ¿habrá alguien
realmente capaz de leerse totalmente las dos partes del Quijote en una pantalla
de computadora? Lo dudamos mucho. Versiones como ésas de obras extensas, de
lectura más o menos compleja, nunca pasarán de meras curiosidades, dignas de
tenerse y de exhibirse ante otras personas, deslumbradas por tamaño prodigio.
Pero sí serán excelentes y de mucho uso cuando se trate de obras
instrumentales, como diccionarios, atlas, compendios estadísticos, ciertos
libros de texto, etc., que, como herramientas de trabajo, deban ser consultados
periódicamente, lo cual en tales casos se facilita muchísimo. Pero de ahí a la
lectura propiamente, como estudio e investigación o como solaz y recreación,
media un abismo. Y en este caso el libro resulta insuperable.
No creemos, pues, en la
muerte del libro como medio de comunicación, y en tanto que tal, como fuente
insuperable de conocimientos, de información de todo tipo, pero también de
solaz y de placer. El círculo de los lectores, por otra parte, seguirá siendo
minoritario, aunque de hecho se pueda extender, haciendo que de manera continua
se incorporen más personas al privilegiado club de los lectores asiduos.