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lunes, 13 de julio de 2015

Galicia: nostalgia por el terruño, pasión por el mar

CATEDRAL DE SANTIAGO DE COMPOSTELA (LA CORUÑA)
Diario de viaje / España
 Pontevedra y Orense, eslabones de un fantástico itinerario por esta región de España. Las rías, el legado celta y la gastronomía.
Santiago de Compostela, La Coruña, Pontevedra y Orense, eslabones de un fantástico itinerario por esta región de España. Las rías, el legado celta y la gastronomía.

Cristian Sirouyan

Sin respiro, el mar y el viento, con la complicidad del tiempo y su frenético paso, moldearon el borde escarpado del noroeste de España y dejaron al desnudo una larga tradición de creencias, preciada herencia de los tiempos paganos. Hace más de dos milenios, cuando los romanos se vieron obligados a detener su impulso expansionista al borde del abismo –recortado al pie de un peñasco de la costa de Galicia –, descubrieron el fin del mundo conocido hasta entonces y las fauces del mar Tenebrosum, tan indomable que hasta –advirtieron temerosos– se atrevía a devorar el sol al final de cada jornada.

El encuentro cara a cara dio pie a las más insólitas conjeturas sobre “el más allá”. Pero un cúmulo de supersticiones y leyendas ya se había instalado para siempre desde el siglo VIII antes de Cristo. La cultura celta había desparramado sobre la tierra gallega su amplio repertorio de ceremoniales basados en la naturaleza. Rendía culto a los árboles y los animales, a las aguas y las almas errantes. Hoy en día, en La Coruña, Lugo, Orense y Pontevedra –las cuatro provincias gallegas– la tríada “brujería, magia y fetichería” representa bastante más que la fuente de inspiración de una serie de amuletos, simpáticos suvenires para ayudar a torcer la suerte esquiva. Es una pieza esencial de la identidad gallega, el valioso bagaje cultural en el que también tiene cabida el fuerte arraigo de la tradición cristiana, armoniosamente fusionada con el culto al fuego y los baños de mar para conjurar los malos espíritus. Tampoco queda al margen el saludable apego por las celebraciones, sabiamente matizadas con vino, aguardiente, pulpo, mariscos y la estridente melodía de la gaita.

Ciudad de cristal

La Revolución Industrial se encargó de alterar decididamente el paisaje bucólico que imperaba en Galicia a fines del siglo XIX. Familias nobles y empresarios de la burguesía catalana instalaron fábricas de conservas en La Coruña y forjaron la luminosa “Ciudad de cristal”, que todavía luce sus generosos miradores vidriados, sostenidos por balcones de madera uniformados en impecable blanco.



El apego a los frutos de la naturaleza, que en los alrededores de la pétrea plaza María Pita parece haber sido definitivamente desplazado a las tierras prósperas del interior, vuelve a evidenciarse en cada uno de los bares y restaurantes del centro. Aun en los reductos más modernos que conducen afamados chefs, las fuentes de los camareros desbordan de patatas (papas) hervidas, verduras, pescados aderezados con salsa ajada (ajo y pimentón), tortillas, empanadas de zamburiña (una pequeña variedad de vieiras), mejillones, pulpos y quesos de tetilla .

Bajo la sombra que dispensa la fachada gótica de la iglesia de Santiago Apóstol, la más antigua de La Coruña (construida en el siglo XII), estiran las piernas los primeros peregrinos del Camino Inglés, uno de los seis itinerarios principales que conforman el Camino de Santiago. Recobran fuerzas delante de la entrada, sin siquiera echar un vistazo al principal objetivo de las cámaras que portan los turistas: una escultura de Santiago Matamoros montado sobre su caballo blanco. Antes de retomar su marcha en dirección a Santiago de Compostela, los grupos de caminantes terminan de recobrar el mejor semblante en los cafés al aire libre que encienden la movida nocturna de la Plaza de Azcárraga.

Los pasillos del casco histórico se extravían en un laberinto despojado de horizonte, hasta que el florido Jardín de San Carlos dispensa una inesperada panorámica del puerto, la Torre de Hércules, los restos de la muralla de la ciudad y el Castillo de San Antón, reliquia del siglo XVI. Desde la sesgada perspectiva del bus que transita el Paseo Marítimo, la vista incorpora los trazos sinuosos de las Rías Altas y el mar. Es apenas un anticipo del cuadro más completo, que espera para ser admirado por un largo rato. Una calle adoquinada asciende 300 metros hasta la base de la Torre de Hércules. Desde ahí, la subida hasta el mirador del faro demanda superar 234 escalones, el último desafío para acceder a la postal más acabada de La Coruña y sus dominios marítimos y terrestres. El sol en retirada arrastra las últimas luces del día y toman la posta los primeros fogonazos del faro romano, que iluminan los cuerpos que bajan por el callejón oscurecido como siluetas fantasmagóricas.

El perfil urbano de Galicia se desploma a la mañana siguiente. A los costados de la autopista AP-9 relucen los contornos de montañas, bosques y el ovillo de aguas transparentes que dibujan las rías de Cedeira, Ares y Hortiguera, parte de los tentáculos del mar Cantábrico que perforan el continente. Desde Navón, la ruta se reduce a una mínima expresión para avanzar entre pequeñas aldeas, iglesias sostenidas por granito y pizarra, bosques de eucaliptos, robles y pinos y parcelas cultivadas con hortalizas.

La vegetación y sus perfumes penetrantes dominan la escena en la Sierra da Capelado, el próspero territorio, librado a los frondosos dictados de la mitología, que comparten bandadas de pájaros, vacas rubia gallega y caballos salvajes. La conjunción de naturaleza y superchería celta alcanza a San Andrés de Teixido, aunque en este pueblo el protagonismo pasa a manos del mar Cantábrico y sus feroces embates.



Un fornido halcón peregrino planea sobre los forasteros y aterriza sobre una cruz, al mismo tiempo que una gaviota apoya delicadamente sus patas amarillas en una piedra puntiaguda, marca visible de la época pagana. Empujada por la curiosidad, la pareja de aves otea el panorama desde los dos extremos de un hórreo , vestigio de los antiguos graneros en los que era secado el maíz. Estos silos familiares, construidos con piedra de granito y techados con tejas a dos aguas, se apoyan en pilotes que evitan el acecho de los roedores y la humedad. Se los ve íntegros, levantados en los más insólitos rincones de Galicia, de todas las formas y medidas, según las posibilidades de cada productor rural.

Los artesanos de San Andrés de Teixido son una fuente de primera mano para poder familiarizarse con las propiedades de los santeiros y la herba de ‘namorar desprendidos de la cultura celta. Todos los puestos de la única calle del pueblo están convenientemente dotados para ayudar a los vendedores y proteger a sus clientes. Exhiben y ofrecen ramilletes de teixo –las plantas predilectas de los sabios druidas que garantizaban estar a salvo de las tormentas–, sanandresiños –figuras creadas con migas de pan sin fermentar, horneadas y pintadas a mano–, barquitas –para no fallar en los negocios– y figas , una garantía contra el mal de ojo . De la parafernalia de objetos colgados asoman ocho piezas de miga, sostenidas por la mano derecha de Carmen Carrodeguas. “Cada uno de estos amuletos tiene su significado. Los hacían nuestras abuelas y madres para la suerte. Hombre, tienes que creer”, recomienda con tierna candidez la mujer.

Las impresiones del paseo por este bastión profundamente celta –que, sin embargo, no se despoja de su esencia gallega– se desgranan con frases cortas y tragos largos en Taberna Hermanos, estimuladas por una copa de vino blanco Cosechero y una fuente de percebe. “Metes la uña para quitar la cáscara de un lado y del otro muerdes la carne del marisco. Mejor comer sin la piel, que es muy amarga”, instruye justo antes del papelón la guía Nuria Pahino Dasilva.

Contratiempo en la ruta

La niebla se empecina en ocultarlo todo en el camino de regreso. Por fortuna, los duendes de San Andrés de Teixido todavía no nos abandonan y contribuyen para que el conductor clave a fondo los frenos a un par de metros de las frágiles patas de un potrillo, que no tuvo idea más arriesgada que elegir el medio del pavimento para pastar. El norte de Galicia vuelve a llenarse con los poderosos fulgores del sol unos 5 km más arriba, donde una brisa calurosa es suficiente para agitar las aspas de una veintena de molinos de viento. Debajo de la Garita de Herbeira, a 615 metros de altura, el mar ruge y los límites precisos del Geoparque Cedeira resguardan los acantilados más elevados de Europa.

En el restaurante O Camiño do Inglés, en Ferrol, el inquebrantable vínculo que los gallegos mantienen con el mar y la costa escarpada es el tema que se abre paso para sepultar la previsible charla con el chef sobre los sabores más representativos de la región. Daniel López había revelado algunos secretos del kebab de pulpo, el lomo de ternera asado y la entraña con porotos. Pero otro era el punto al que quería llegar, para explicar mejor su lugar de origen a los interlocutores arribados de Buenos Aires, la lejana “quinta provincia” que los gallegos llevan en el recuerdo y el corazón. “Las rías gallegas son los dedos de las manos de Dios”, dispara sin vueltas. La metáfora ganó popularidad en los años 80 a través del tema “Minha terra galega”, que cantaba el grupo punk Siniestro Total.

Un rato después, el renombrado cocinero sorprenderá con otra sentencia: “Aquí es donde menos gallego se habla de toda Galicia, por tratarse de un puerto y base de regimientos militares. Llegaban todo el tiempo, desde todo el país”. La guía turística Loly Núñez admite añorar esos tiempos idos, signados por multitudes de gente uniformada que se volcaba a las calles de Ferrol. “Había casi un bar por persona, por lo cual el lugar se conocía como El Ferrol del Bocadillo”. Núñez muta su voz sonora en un susurro, para subrayar que en esta ciudad nació Francisco Franco y comentar que “cada 20 de noviembre, cuando es el aniversario de su muerte, se juntan no más de treinta militares ancianos para rendirle homenaje y unos 2 mil vecinos para arrojar tomates y huevos a su casa”. Cuando la mano dura del generalísimo condenó a España a atravesar un sombrío período de cuatro décadas, su pueblo natal era conocido con el pretencioso nombre “El Ferrol del Caudillo”. Notoriamente menos conocidos son los primeros pasos de Pablo Iglesias Posse, algo así como la contracara perfecta de Franco, nacido en Ferrol en 1850 y fundador del Partido Socialista Obrero Español.

A mitad de trayecto de Ferrol a La Coruña, Betanzos no dejó de crecer desde el siglo XV, cuando el rey Alfonso VIII de Castilla declaró oficialmente su categoría de “villa” y empezaron a proliferar las iglesias. Pero, además, el desarrollo de la ciudad recibiría un impulso aún más potente con el regreso a su tierra natal de Juan María y Jesús Naveira García. Llegaban de la Argentina, adonde habían ido a buscar un horizonte más venturoso a fines del siglo XIX. La audaz apuesta les salió bien: se enriquecieron considerablemente y decidieron transformarse en benefactores de Betanzos. No hay un solo vecino de la ciudad que no sepa recitar de corrido la obra pública dejada por los hermanos, hoy homenajeados con un monumento en la plaza principal: “Construyeron el Lavadero Público Gratuito, la escuela Naveira, templos religiosos y el Jardín del Pasatiempo”.

De todas maneras, mucho más que el legado de los venerados hermanos trascendió los límites de Betanzos la fama de las mejores tortillas de Galicia. “Se preparan con patatas, aceite, huevo y cebolla”, explica con la voz innecesariamente elevada Plácida Liñeiro Isúa, sentada en un banco al sol, mientras teje una manta “para el canasto de pan”. La mujer aprovecha la irrupción de los visitantes en su tediosa rutina para declamar –también a grito pelado– que pasó toda su vida en Betanzos y señalar la iglesia Santa María del Azogue, la referencia que completa los hitos más salientes de su vida: “Ahí me casé hace 52 años. Y aquí me ve, siempre junto a mi esposo, José Núñez Quintaz”.

Para el cronista, el encuentro casual con Plácida refuerza la sensación de cercanía que Galicia venía transmitiendo desde el primer momento, una tierna familiaridad que el pueblo gallego deja fluir sin retaceos. Se toma su tiempo, el lapso necesario para desbaratar la desconfianza y cierta timidez que, sólo al principio, llaman a engaño. Nuevos cruces, de esos que reconfortan el espíritu y estimulan a seguir descubriendo esta tierra tajeada por las rías, se irán encadenando en el camino de 100 kilómetros desde La Coruña hasta Fisterra (Finisterra) por la autovía AG-55 y la ruta 552.



En Vimianzo, los trovadores Martín y Pedro Eans Mariño de Lobeira y las familias nobles Moscoso y Fonseca hicieron frente a las Revueltas Irmandinhas del siglo XV desde un soberbio castillo de dos plantas con salones, puentes, torres, escalinatas, terrazas y patio. Dicen aquí que los ecos de esa época convulsionada todavía resuenan por las noches, cuando un silencio profundo se apodera de Vimianzo. De día, en cambio, en el castillo apenas se escuchan los sonidos tenues de los artesanos, dedicados a crear a la vista del público pequeñas réplicas de gamelas (botes de pesca típicos de la Costa da Morte, en madera y palillo), dornas (embarcaciones de pesca con vela y timón), portuguesas (barcos más arqueados, con vela), platería, albardería (morrales de montura), prendas de lino tejidas en telares artesanales, zuecos de madera, cestos de mimbre, sombreros y las preciadas piezas de Camariño, “la capital del encaje”. “¿De dónde sos? ¿pero de qué ciudad de Argentina? Hombre, ¿de qué barrio?”, indaga una aporteñada tejedora gallega, que vivió 35 años en Buenos Aires –algo así como la patria gallega de ultramar– y volvió a su tierra hace más de dos décadas.

Al sur del cabo Vilán –donde las fuertes tempestades del Atlántico sacuden el primer faro eléctrico de España, de 1876–, el océano y los vientos tallaron el enorme cuerpo de la “pedra de abalar” de Muxía. Hombres y mujeres de todas las edades se precipitan hacia la orilla empapada por las olas para hacer equilibrio sobre la roca más renombrada. Cierran los ojos, hacen promesas y se encomiendan a la Virgen de la Barca. La mayoría es parte de las familias de pescadores de la zona. En unos minutos, en la Lonja de Finisterra, se verá que el pedido a la patrona ya fue escuchado: al subastador le espera la ardua tarea de cotizar el producto de una madrugada más que exitosa. Los barcos de bajura acaban de acercar a puerto toneladas de sargo, bruja, rape, congrio y merluza.



El camino costero que conecta el pueblo con el cabo de Fisterra es una compacta caravana de autos, rozados por una romería de almas gemelas. En bicicleta, al trotecito o a paso lento, los peregrinos del Camino de Santiago, que ya alcanzaron la meta en Santiago de Compostela y reservaron fuerzas para andar otros 150 kilómetros hasta este confín, padecen cada pendiente sobre el borde del acantilado. Pero este paisaje incomparable –que hace 2 mil años dejó perplejos a los romanos– es un imán difícil de evitar. Eligen Finisterra como un lugar de reflexión e inspiración, un ejercicio espiritual que procuran observando el océano durante horas desde la base del faro. Incineran sus calzados cerca de los arrecifes de la orilla y se despojan de sus ropas, que quedan colgadas de una antena, como testimonio del objetivo cumplido. La música de fondo de José Torres, un gaitero de Pontevedra, contribuye a la atmósfera de hondo misticismo.

Una multitud en Santiago

Los presencia de los peregrinos es más visible en el casco histórico de Santiago de Compostela, al que acceden por la Rúa dos Concheiros. Aunque recorrer la distancia desde la muralla de la ciudad hasta la Catedral es un simple trámite, no faltan en las antiguas callejuelas de piedra las flechas que señalan el rumbo correcto ni las figuras de la vieira, la concha marina que protege a los caminantes desde los tiempos de la Inquisición. Por la Plaza de la Azabachería, un grupo de músicos ambulantes atraviesa el Arco de Gelmires para anunciar la inminencia del inicio de la Misa del Peregrino, que arranca a las 12 en punto. Con una multitud apretujada en la nave principal, los pasillos, las escalinatas y la entrada, asistimos al ritual más esperado por los fieles congregados en el templo mayor de Santiago. En medio de la ceremonia, ocho jóvenes tiran de largas sogas colgadas del techo que agitan el botafumeiro . De a poco, una nube de incienso se expande por el interior de la Catedral.

El paseo por las calles angostas del casco histórico demanda continuas escalas, forzadas por las mesas al aire libre de los bares, los grupos de estudiantes universitarios llegados de toda España y la interminable cola de los esforzados protagonistas del Camino de Santiago, que –exhaustos después de completar más de 800 kilómetros– desesperan por ingresar a la Oficina del Peregrino para recibir su certificado.

La contagiosa vitalidad de esos jóvenes aventureros se replica en el aire optimista que transmiten las paisanas , 70 campesinas agroganaderas del interior de la comarca de Santiago que ofrecen el muestrario completo de sus productos frescos en el Mercado de Abastos Municipal. “En esta época vienen muchas pimenteiras de Hervón, 20 km al sur de Santiago. Ofrecen sus pimientos, hortalizas, huevos y frutas”, explica Pablo Rodríguez, vocero de los 140 comerciantes asociados de este centro comercial, sencillo y auténtico, inaugurado en 1873.



El Miño, encendido por el sol

A 111 km al sudeste de Santiago por las vías rápidas AP-53 y AG-53, el sol desata un festival de brillos sobre el plano turquesa del río Miño y devuelve al majestuoso puente romano de siete arcos parte de su antiguo esplendor. Desde la orilla se aprecian las columnas de vapor de las burgas de Orense, las tres fuentes de aguas termales de la ciudad, veneradas y, de paso, aprovechadas por los súbditos de Roma en el siglo XII. En una piscina pública habilitada en pleno centro, una treintena de gallegos y turistas de cuerpos poco agraciados disfruta de las caricias del agua tibia y transparente, bajo el sol impiadoso, cada vez menos amigable.

Por la calle Rúa da Arreira, el casco histórico luce decorado con los colores vivos de la Feria Medieval de los domingos. El arte sublime de los maestros alfareros se hace acreedor de las mayores miradas, hasta que la atención vira hacia los pasacalles , grupos de músicos de a pie que interpretan melodías medievales con gaitas, panderetas y flautas. Alrededor de la fuente de la Plaza do Ferro, seis actores gallegos y portugueses de la compañía Asociación de Teatro y Otras Artes invitan a sentarse en una silla y recitan un poema a cada privilegiado que acepta el convite gratuito. Con un aire seductor debidamente ensayado, la morocha Liliana Silva (nacida en Porto) me endulza el oído declarándome “Tú eres como Dios: principio y fin”. Es parte de una poesía escrita por su compatriota Florbela Espanca.

Me llevo de Orense la agradable sensación de esa puesta en escena personalizada y una bolsa repleta del mejor pan de Galicia. “Vaya con Dios. Yo tengo una gran estima por su país porque la quería mucho a la Evita. Muchos obreros de Galicia llevaban su foto encima como si fuera la de su propia madre”, pretende despedirme la panadera Pilar y consigue el efecto contrario. Otra vez seducido por los arrestos de la Galicia más entrañable, retrocedo para enfrascarme en una edificante charla, casi un monólogo que anima esta mujer vivaz, de 80 años muy bien llevados.

El viboreante Miño señala ahora el rumbo desde Orense hasta Vigo por las Rías Baixas. Sobre el horizonte montañoso de campiña se suceden los viñedos de la cuenca Ribeira Sacra. En las cercanías del pueblo Ribadavia, la bodega Viña Costera ostenta el orgullo de portar la denominación de origen Ribeiro, una marca de distinción para destacar las virtudes del primer vino que llegó a América. El establecimiento Viña Costeira se sostiene con la producción de 600 socios, que aportan la uva cosechada a una cooperativa. De la vendimia manual se obtiene un exquisto jerez, un vino espumoso, el vino dulce Tostado de Costeira y los inigualables blancos Colección Costeira y Viña Costeira, afamados emblemas de la mayor de las setenta bodegas de la Ribeira Sacra.

Las alamedas y los rosales de las huertas que pertenecían a los curas inquisidores dominicos colorean el frente de la Casa Consistorial y las ruinas de la iglesia de Santo Domingo, para delinear un rostro amable a los turistas y peregrinos que llegan a Pontevedra, notificados del ambiente festivo que se respira en los barcitos al aire libre de la Plaza do Teucro, a la sombra de los naranjos. Por un momento, a través de la desangelada fachada de un Burger King levantada al lado del monumento a Alexandre Bóveda –uno de los fundadores del Partido Galleguista, a principios del siglo XX–, la Galicia moderna amaga con desplazar los sólidos estandartes de su pasado. Pero, un puñado de pasos más allá, reafirman el peso latente de la historia la Iglesia de la Peregrina, el crucero gótico de la plazoleta Cinco Calles y la Universidad de Bellas Artes. La Galicia orgullosa por su pasado y sus tradiciones, vibrante y acogedora, que atraviesa las épocas, se mantiene a salvo.